14.10.08

El romanticismo es el hermano mogólico del amor. Es agregarle azúcar al té, es la galera de un mago berreta, el marketing de la cita, la luna premeditada. Es poner música incidental, apagar la luz para encender las velas y regalar flores envueltas en celofán.
El amor, en cambio, no necesita de adornos o aniversarios, prescinde de anillos y detesta las serenatas y las burbujas del champagne.
Y mientras el romanticismo se empeña en decorar las noches con su magia guionada y sus postres empalagosos, el amor crece al costado de una maceta o en las esperas que nadie recuerda.
El romanticismo habla mal del amor. Como un poeta tartamudo, un pariente latoso, una vieja pintarrajeada. El romanticismo es el defecto cursi de los amantes sin paciencia.